A los que ya no están
Las fiestas navideñas pueden ser complicadas. Algunos se nos atraganta la preguntita del típico cuñado sobre nuestra situación sentimental, las discusiones sobre el supuesto gobierno en la sombra dirigido por “Puisdemón”, o el primo pesado que te da la turra con lo de que la Navidad es un invento imperialista de las grandes corporaciones para que sigamos explotando a niños en Bangladesh. A muchos también nos pasa que, después de algunos meses de mucha intensidad, ya sea a nivel laboral, en los estudios o donde sea, de repente nos sentimos algo solos, vacíos, o incluso con cierto vértigo sobre las expectativas del año que empieza.
Pero lo que seguro que a todos nos pasa en Navidades es que echamos de menos a los abuelos. Añoramos esas Nochebuenas en las que tu abuelo mandaba callar a la familia para escuchar el mensaje del Rey por la tele, sin entender muy bien por qué. Las anécdotas que contaba tu abuela sobre cómo eran sus Navidades cuando era pequeña, y lo mucho que impresionaba imaginarse la dureza de aquellos años. La cantidad ingente de comida que preparaban entre entrantes y aperitivos, y donde el plato principal acaba siempre en los tuppers. La gracia que te hacía ver a tus abuelos dándose un beso en la boca después de las 12 uvas en Nochevieja, o la mítica frase del estilo “otro año más, si Dios quiere”, que mezclaba dosis de humor negro con una cierta parte de ley natural.
Aquellos que hemos tenido la suerte de poder disfrutar de una infancia y juventud con abuelos no somos del todo conscientes del enorme privilegio que ha supuesto para nuestro crecimiento personal, para nuestra educación y para nuestra propia experiencia vital. Describir con palabras el amor que los abuelos sienten por sus nietos es probablemente una de las cosas más difíciles, y es algo totalmente insustituible e incomparable con otras formas de amor. Para mí, haber crecido con mis abuelos ha supuesto entender que la vida es finita, que sin salud no somos nadie o que con el tiempo, aprendemos a relativizar las cosas. Son enseñanzas que ningún maestro podría enseñarte en el colegio, y ni siquiera tus padres podrían contártelo mejor que ellos. Son lecciones de vida que solo los abuelos saben transmitir de forma genuina, casi como si fuera magia.
Los abuelos son esa red de seguridad humana que, en ocasiones, es la única capaz de responder en situaciones difíciles cuando los gobiernos o las instituciones no llegan. Demasiadas veces han tenido que tomar un papel que no les correspondía, como tener que destinar parte de su pensión de jubilación para poder dar de comer a sus hijos y a sus nietos. Un país que se dice a sí mismo como un Estado social no puede tolerar que los jubilados sigan haciendo esfuerzos económicos después de haber llevado una vida entera trabajando y cotizando. Al igual que me parecen inaceptables las enormes diferencias que existen entre aquellos que cobran las pensiones máximas y las que cobran las no contributivas. No es más que una institucionalización de la desigualdad social y de género, siendo las mujeres las más afectadas. La pensiones públicas son una de las conquistas de derechos más importantes de los trabajadores, y deberían servir de ejemplo para avanzar hacia la renta básica, nunca como un derecho condenado a su desaparición.
Tengo la enorme suerte de contar con la presencia de mis dos abuelas en estas fiestas. Dos mujeres octogenarias que siguen “estando en el mundo”, una de mis expresiones favoritas capaz de resumir conceptos tan importantes como vivir, gozar de buena salud, disfrutar de un amplio grado de autonomía y con la fuerza de querer seguir levantándose cada día. Me acuerdo de mis dos abuelos, los que ya no están, y pienso en lo mucho que me gustaría volver a estar a su lado, revivir experiencias que compartí con ellos que en su momento no fui capaz de apreciar. Ahora, soy consciente de que esos trocitos de espacio y tiempo compartidos forman parte de mi identidad. Son los que me han hecho ser quien soy.