Vivir por fascículos

La semana pasada, se presentó a bombo y platillo el acuerdo de gobierno entre el PSOE y Sumar. Un documento repleto de buenas intenciones, donde se desgranan objetivos algo difusos, pero que sin duda proyecta un horizonte esperanzador para nuestro país. Veremos si en esta legislatura non nata se consiguen consolidar las reformas vigentes y colocar las primeras piedras de los nuevos derechos que están por venir. Todo apunta a que no será tarea sencilla, ante la derechización del nuevo parlamento y un ante un gobierno que, si finalmente consigue el apoyo de la derecha burguesa independentista de Barcelona, tendrá que pelear aún más por cada voto en el Congreso. 

Entre los puntos del acuerdo, destaca uno que ha sido una de las banderas del espacio errejonista, finalmente absorbido en el partido de Yolanda Díaz: la reducción de la jornada laboral. Pasar de las 40 horas semanales a las 37,5. Es una propuesta que no surge de la lucha de los trabajadores ni de grandes movilizaciones sindicales, como sí fue el caso de la jornada de 8 horas al día. Sino que parte de una posición ideológica contrahegemónica que pretende impugnar ese “realismo capitalista” que nos machaca todo el rato diciéndonos que no hay alternativa al actual sistema en el que vivimos. Esta propuesta es un buen ejemplo de cómo la política tiene la capacidad de moldear y modificar nuestra perspectiva, de algo tan fundamental como el trabajo, desde arriba, desde el plano institucional.

Nuestra generación se ha dado cuenta que no quiere vivir por fascículos. No queremos ser partícipes de un bucle consistente en pasarnos la semana absorbidos por un trabajo que no nos hace sentirnos realizados y tener que esperar a la tarde del viernes para reactivar nuestra vida, sabiendo que tendremos que volver a aparcarla el domingo por la tarde. Por muy inocente que pueda parecer esta visión, resulta esperanzador al igual que revolucionario renunciar a décadas de discursos basados en el esfuerzo, en la meritocracia y en el crecimiento personal fundamentado en el éxito profesional.

El tiempo es la plusvalía del siglo XXI.

Es cierto que, para una parte no menor de la generación de nuestros padres, el ascensor social sí permitió a muchas personas vivir en unas condiciones que, a su edad, sus padres no habrían siquiera imaginado. Por eso creo que les cuesta tanto entender nuestra visión sobre el trabajo, porque no aceptan que, lo que sí les funcionó a ellos no nos vaya a funcionar a nosotros. Y es aún más difícil si además forman parte de esos afortunados que tienen un trabajo vocacional que les apasiona, como en el caso de mi padre. 

Desde que tenía mi edad, él ha tenido la inmensa fortuna de dedicarse al teatro, primero como actor durante casi tres décadas, y ahora como profesor de actores. Para los creyentes de la meritocracia, mi padre sería uno de sus apóstoles: un chico de barrio, proveniente de una familia de clase trabajadora con tres hijos, que gracias a mucho esfuerzo, dedicación y a la escuela pública, consigue estudiar interpretación y dedicarse profesionalmente a su pasión. A mi padre nadie le ha regalado nada. Por eso defiende tanto su trabajo, porque, para él, el teatro es su forma de estar en el mundo. Es lo que le define como persona, y sin su trabajo, ni él mismo sería capaz de saber quién es. 

Este ejemplo representa una gota en un océano lleno de miles de personas anónimas que tienen trabajos mecánicos, aburridos y agotadores; donde la creatividad y la autorrealización quedan rendidos a la frustración y la apatía. Toda gran transformación requiere, además de la voluntad de cambio, de los avances tecnológicos necesarios para hacerla posible, y así lograr que cada vez existan menos trabajos indeseables. La lucha por el derecho al tiempo beneficia a todos. Tanto a esa mayoría que trabaja para ganar dinero y poder tener unas condiciones materiales aceptables, como a esa minoría que sí disfruta de su trabajo. 

Trabajar menos resulta muy atractivo, pero hay algo que debe quedar claro desde el principio. Trabajar menos es el objetivo, pero es un objetivo que debe incluir a todos los trabajadores, con especial atención a los que desempeñan trabajos precarios en los que se incumplen los derechos laborales básicos. Se trata del derecho a vivir mejor, y como tal, será universal o no será. Ese, quizás, es el principal reto de la reducción de la jornada, ya que la filosofía del neoliberalismo tecno-feudal, en la que todos participamos, y las dinámicas del consumismo uberizado son el principal obstáculo para que la reducción pase del privilegio de unos pocos a un derecho para todos. 

Para conquistar derechos, no vale solo con aprobarlo en el parlamento, es necesario un cambio de mentalidad de toda la ciudadanía. Por ello, es igual de importante tener los votos como hacer pedagogía. Y sobre todo, conseguir algo que a la izquierda le cuesta mucho: hacer que sea una medida sexy. Más seducir y menos regañar.

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Luis E. Patiño

Madrileño, politólogo, militante y apasionado del urbanismo y las ciudades.

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